Víctimas saharauis del mayor campo de minas antipersona del mundo: «Lo que nos pasó es inhumano»

El Barrio de la Solidaridad acoge en los campamentos de refugiados de Tinduf a los heridos por explosiones de los millones de artefactos que permanecen enterrados en torno al muro que Marruecos construyó durante una guerra que terminó hace 30 años.

Hay algo mucho más antiguo que la covid-19 y que causa muchos más estragos en aquellas partes del mundo donde se ha extendido. Es un ‘virus’ explosivo creado por el ser humano que estalla de pronto bajo los pies, sin avisar, como un objetivo fijado al azar desde una mira telescópica de precisión, pero ciega. Son las minas antipersona que permanecen ocultas años después de terminada una guerra y el pueblo saharaui conoce muy bien sus efectos. Antes de que los campos de refugiados se cerraran con la pandemia para evitar una propagación del coronavirus que podría ser demoledora en los campamentos, Público pudo hablar con las víctimas de esas minas.

El Barrio de la Solidaridad es el remedio para esa barbarie, el refugio para las víctimas saharauis de las minas antipersona que por millones siguen agazapadas bajo las arenas del desierto del Sahara 30 años después del fin de la guerra entre Marruecos y el Frente Polisario. Personas mutiladas que en algunos casos también han perdido la vista, el oído, algún órgano, tras una explosión inesperada cuando pastoreaban sus cabras o sus camellos, cuando viajaban en un vehículo, pueden llevar ahora una vida digna en este centro adaptado a sus problemas de movilidad, problemas que se hacen enormes en las muy precarias condiciones de los campamentos de refugiados en el desierto argelino de Tinduf.

El muro de 2.700 kilómetros de largo construido por Marruecos para separar los territorios ocupados –lo que era más o menos el Sahara español- y los territorios liberados por el Frente Polisario en la guerra entre 1975 y 1991 es, además de la mayor barrera defensiva del mundo operativa, el campo de minas más extenso del orbe. En torno a ese muro hay sembradas entre siete y diez millones de minas antipersona y anticarro, según diferentes estimaciones. Una munición de efecto retardado que sigue estallando décadas después del fin del conflicto armado, indiscriminadamente, arrancando piernas, brazos e incluso la vida a quien tiene la desgracia de pisar en el sitio justo donde se activa la bomba como si pulsara el interruptor de la luz. En torno a 2.000 saharauis han sido víctimas de esos explosivos, según la SMACO, la oficina nacional del Polisario para la acción integral sobre minas. Del lado marroquí, del otro lado del muro donde también habitan los saharauis, nunca se han dado cifras, pero se estima que podrían ser otras tantas. En total, unos 1.300 muertos y 3.600 heridos.

Para ayudar a esas víctimas, la Asociación de Amistad del Pueblo Saharaui de Sevilla, con financiación de la Junta de Andalucía, construyó el Barrio de la Solidaridad, cincuenta pequeños apartamentos adaptados a sus necesidades que sustituyeron al viejo centro Mártir Cheryif en el que antes estaban acogidas en muy precarias condiciones. Los mismos residentes se encargan de gestionar el Barrio con la ayuda de seis trabajadores que se ocupan de los servicios de intendencia general, fisioterapia, enfermería y consulta médica. En este centro se instaló, además, la primera red de saneamiento de los campos de refugiados.

Ahmed Fail Hussen, de 60 años, es uno de los residentes. Mientras prepara un té con el largo ceremonial saharaui, relata su historia. A su lado, la prótesis de la pierna que perdió a causa de la mina que cambió para siempre su vida una mañana de 1981. Iba detrás de su ganado de cabras, en Gelta, en los territorios liberados, cerca del muro marroquí. Había pasado por ese sitio muchas veces, pero nunca había pisado el lugar preciso, quizás unos metros más a la derecha o a la izquierda, o tan sólo unos centímetros más allá de donde estaba escondida la mina. Pero esa mañana su pie se posó justo sobre el explosivo y la deflagración lo lanzó a varios metros de distancia: se quedó sin el pie derecho, sin dos dedos de una mano y con graves lesiones en la espalda.

Pero Ahmed no sólo perdió un pie y dos dedos. También se quedó sin las 30 cabras que eran el sustento de su familia y que tuvo que vender porque ya nadie podía hacerse cargo de ellas. Desde niño siempre había vivido como un nómada, yendo de aquí para allá, montando la jaima donde había algo de pasto para el ganado, como hacen cientos de saharauis. Pero todo eso lo reventó de pronto una mina. «Echo mucho de menos vivir en el campo, al aire libre, la libertad de moverme. Todo eso», dice mientras ofrece el primer vaso de té, el que, según reza la tradición, es amargo como la vida.

El caso de Ahmed es uno de los más habituales. Más de la mitad de las explosiones de minas antipersona se producen cuando la víctima está realizando labores de pastoreo o buscando agua o comida para su rebaño, mientras que otro 33% de los casos tiene lugar durante el desplazamiento en un vehículo, según precisa el estudio El fuego escondido. Las víctimas de minas en el Sahara Occidental realizado por Carlos Martín Beristaín con la colaboración de Gisela Sepúlveda y Edi Escobar. Para colmo de males, el desierto se convierte en un aliado de las minas, porque las tormentas de arena, las lluvias torrenciales y los desplazamientos de dunas característicos de ese hábitat propician el cambio de la ubicación de los artefactos y hacen más difícil todavía las escasas labores de desminado que se han realizado hasta ahora.

Mutilada cuando tenía 12 años

Benina Mahmud no era pastora. A ella le estalló una mina antipersona cuando sólo tenía 12 años, yendo de viaje en coche con la familia por la zona de Dajla, la wilaya más alejada de los campamentos de refugiados. Perdió una pierna y gran parte de la infancia, porque las grandes penurias de los campamentos se convierten en barreras insalvables para las personas con discapacidad. Las avenidas de arena, la falta de medios en las casas, cercenan por completo su movilidad. En el Barrio de la Solidaridad ella, al menos, ha encontrado un lugar donde puede vivir con cierta comodidad en compañía de una hija. «Esto es como mi casa –dice-. Tengo mi cocina, mi cuarto de baño adaptado. Aquí estoy muy bien».

Algo parecido le ocurre a Mohamed Selm, quien perdió las dos piernas en 2008 cuando conducía un camión en el que transportaba víveres a la ciudad de Tifariti. Iba a hacer una parada para preparar un té, pero no le dio tiempo. Una mina se cruzó en su camino y a causa de la explosión pasó cuatro meses en un hospital. Luego estuvo un tiempo viviendo con su familia, pero las condiciones no eran las apropiadas para su nuevo estado. «Allí no tenía ni agua ni electricidad suficiente ni me podía mover con la silla de ruedas. Estaba aislado. Aquí puedo jugar al dominó con los compañeros, moverme por el centro…», explica Mohamed en la puerta de otro de los apartamentos desde el que se divisa un infinito horizonte de arena y piedras, el desierto de la hamada argelina, considerado uno de los más inhóspitos de la Tierra.

A Mohamed, como al resto de las víctimas, aún hoy le resulta inconcebible lo que le sucedió el día que su vida se topó en el camino con uno de esos macabros artefactos: «Lo que nos pasó es algo inhumano, inaceptable, porque ya no hay guerra. Y las minas se utilizan para la guerra. A mí me tocó diecisiete años después de que hubiera acabado la guerra. ¡Diecisiete años!», subraya.

Más víctimas durante el confinamiento

El coronavirus no ha conseguido entrar en los campos de refugiados, que permanecen cerrados a cal y canto para evitar una propagación de la enfermedad que podría ser fatal para el frágil sistema sanitario de los campamentos, pero las explosiones de minas antipersona sí han continuado. Según el jefe de operaciones de la SMACO, Gaici Nah, durante los meses de confinamiento al menos han resultado heridas leves tres personas que se desplazaban en un vehículo al sur de los territorios liberados y varios camellos han sufrido la deflagración inesperada de esos artefactos.

Estas explosiones se han producido, además, durante el tiempo en que los trabajos de desminado humanitario no han podido llevarse a cabo, suspendidos durante los tres últimos meses a causa del confinamiento de la población saharaui en sus casas, la misma razón que ha obligado a paralizar la labor de las organizaciones que prestan asistencia material y humana a las víctimas de las minas.

Porque el Barrio de la Solidaridad no es el único recurso que existe en los campamentos de refugiados para atender a las víctimas de las minas antipersona. La Asociación Saharaui de Víctimas de Minas (Asavim) se preocupa de prestar ayuda en sus propias casas a quienes han sufrido la explosión de uno de esos artefactos. Les facilitan sillas de ruedas, material ortopédico, les ayudan a adaptar la vivienda a sus problemas de movilidad y les proporcionan alimentos, porque en muchos casos la deflagración se llevó también por delante el sustento de toda una familia. Esta asociación salva, así, a muchas personas de vivir en la indigencia, de caer en la más absoluta inutilidad por culpa de una discapacidad sobrevenida a la que cuesta tanto hacer frente en medio de un panorama de extrema carencia como el que se vive en los campos de refugiados.

Daha Bulahi, responsable de Asavim, es también una víctima de ese fuego anónimo e indiscriminado que persiste tras el fin de las guerras. Una mina de origen chino le perforó el ojo izquierdo y le mutiló varios dedos de la mano derecha. Pero él no estaba viajando en un camión, no iba cuidando de un rebaño. Él estaba precisamente desactivando minas cuando ocurrió aquello. Había aprendido algo del oficio en una academia militar de la antigua Yugoslavia en los años 70 y decidió aportar su granito de arena enrolándose en una brigada de desminado que montó el Frente Polisario para limpiar las zonas de los territorios liberados de los explosivos que estaban masacrando a la población civil. La desgracia, sin embargo, se cruzó en su camino. Al extraer una mina enterrada se dio cuenta de que no tenía el seguro puesto. Intentó sacársela de encima rápidamente, pero ya no le dio tiempo. Le reventó en la mano.

Por eso, Daha Bulahi, y su asociación, le dan también mucha importancia a la labor de concienciación de la población del territorio saharaui bajo el que se esconden todavía millones de minas antipersona y anticarro. En esa labor de sensibilización ocupan una parte destacada los riesgos que entraña la presencia de esos artefactos y las precauciones que se deben tomar para no sufrir sus detonaciones. «Cualquier niño, por ejemplo, puede coger una bola del suelo pensando que es sólo una bola, cuando se trata de un proyectil de una bomba de racimo», explica Daha.

La SMACO, el organismo saharaui que aglutina todos los recursos para luchar contra las minas, asegura que han conseguido retirar cerca de 25.000 artefactos en un amplio territorio, una labor en la que ahora también colabora un equipo formado por nueve mujeres, el SMAWT, que se ocupa del desminado y también de atender a las víctimas. La zona donde se concentra el mayor número de minas es la banda de seguridad de cinco kilómetros que se extiende a lo largo de todo el muro defensivo construido por Marruecos. Ahí es donde aún quedan miles y miles de explosivos por desenterrar y desactivar.

De todos modos, aunque la tarea es ardua, Gaici Nah, el jefe de operaciones de la SMACO, sigue confiando plenamente en la moral del pueblo saharaui para superar este gravísimo problema. A su entender, la presencia de las minas no ayuda a fomentar para nada la confianza entre Marruecos y el gobierno saharaui, y tan sólo sirve para apuntalar la realidad de un muro que se ha convertido en “la versión marroquí del apartheid”, un muro que, asegura Gaici, el ejército marroquí refuerza cada día con más piedras y cemento para evitar su erosión y deterioro.

La SMACO continúa peleando, además, en los frentes diplomáticos internacionales para acabar con las minas en territorio saharaui, pese a que la posición del Reino de Marruecos se mantiene inflexible. Rabat se ha negado a firmar el Tratado de Ottawa o Convención sobre la Prohibición de Minas Antipersonales ratificado en 1997, según el cual los más de 160 países que lo han suscrito se comprometen a prohibir el uso, producción, almacenamiento y tráfico de minas, así como a llevar a cabo el desminado y destrucción de sus existencias. El objetivo del Tratado era que en 2025, dentro de cinco años, ya no hubiese minas antipersona en el mundo. Sin embargo, Gaici Nah no es nada optimista al respecto: «Aquí van a pasar muchos años después de 2025 en los que vamos a seguir con las minas en el Sahara, en los que esto seguirá siendo, lamentablemente, el campo de minas más grande del mundo».

(Fuente:Publico-2020/06/21)