España, de espaldas al Sáhara

Llevamos más de cuarenta años sin conocer a fondo por qué y cómo tuvo lugar nuestra salida del Sáhara Occidental. ¿Qué sabemos exactamente?

Cuando se observa el drama de los refugiados sirios, los rohingyas…, puede que algunos recuerden el de otros mucho más próximos a la historia y las acciones de España: los saharauis. Son como mínimo 50.000 los miembros de este pueblo que se encuentran enclavados en los campos argelinos de Tinduf, a los que deben sumarse los –muchos menos– que emigraron huyendo de la guerra por la que Marruecos se hizo con el territorio que ellos consideran su país.

Esa guerra, en la que Rabat utilizó napalm y fósforo blanco, comenzó en el mismo momento en que el régimen franquista cedió la soberanía a Marruecos y Mauritania, en noviembre de 1975. España tampoco llevaba tanto tiempo allí. De hecho, aunque había ocupado diferentes puntos costeros del Sáhara Occidental y reclamaba todo el territorio desde el último tercio del siglo XIX, no inició su expansión interior y control efectivo hasta 1934.

Los motivos son múltiples, pero los dos principales fueron la intuición de que el subsuelo albergaba recursos y las presiones de París, que exigía que Madrid atase corto a los saharauis, que estaban utilizando el desierto como refugio después de atacar sus colonias en el norte de África. La ayuda hispana se vería recompensada años después con un apoyo militar francés crucial para su victoria en la guerra de Ifni, un conflicto que se produjo entre 1957 y 1958 y con el que Marruecos intentó expulsar a España de la región.

El interés en las riquezas minerales del Sáhara Occidental –unidas a las de sus caladeros de pesca– permite explicar en gran medida por qué Franco retrasó todo lo posible la descolonización que demandaban las Naciones Unidas en los sesenta.

También explica las ambiciones de Rabat, pero solo hasta cierto punto, porque aquí desempeñan un papel esencial los sueños imperialistas de un estado que acababa de deshacerse del protectorado francé s y que se veía a sí mismo como el justo heredero del Gran Marruecos, espacio que habían ocupado dinastías islámicas siglos atrás y que incluía porciones de Argelia y Malí y la totalidad de Mauritania, Ceuta, Melilla y el Sáhara Occidental.

A pesar del enorme peso de ese fervor nacionalista, los combustibles fósiles, los fosfatos y los yacimientos de cobre, metales raros y uranio influyeron directamente en los cálculos tanto de Hassan II como de los franquistas. Curiosamente, los primeros estudios del subsuelo en 1941 no fueron especialmente halagüeños. La evaluación del coste de las extracciones, las estimaciones de los fosfatos que podían existir y los precios internacionales del crudo sugerían que se iba a perder dinero.

Esto no disuadió del todo al gobierno, porque España estaba muy aislada y, por tanto, el régimen no contaba sino con la autarquía. Nadie podía anticipar la gran apertura internacional que empezarían a desencadenar los acuerdos diplomáticos con Estados Unidos y la Santa Sede en 1953 o la incorporación de España a la ONU en 1955. La apuesta de Madrid por las riquezas minerales del Sáhara continuó intensamente a lo largo de los años cincuenta y sesenta.

Para que nos hagamos una idea, se estima que la ley de Hidrocarburos de 1958 dejó vía libre para que las empresas públicas invirtiesen unos 3.000 millones de pesetas –una cantidad fabulosa para la época– en prospecciones e investigaciones petrolíferas entre 1960 y 1961. A principios de esa década fue cuando Cepsa descubrió el yacimiento de fosfatos de Bucraa, que se convertiría en una de las joyas de la corona y aceleraría el desarrollo y la prosperidad de la región, transformando su sociedad.

La fiebre del oro negro

La lluvia de ingresos, la participación de los saharauis en esta bonanza –aunque no ocupasen puestos de relevancia en la administración y en empresas presentes en la colonia– y la explosión de la urbanización, con la consiguiente mejora de las infraestructuras, ayudaron a que la mayoría de la población local abandonase el durísimo nomadismo del desierto y optase por establecerse en pueblos y ciudades, según acreditan los censos de principios de los setenta.

Sello postal emitido en el año 1924.

Fue entonces, concretamente en 1974, con unos precios del crudo disparados y un dictador español agonizante, cuando Hasan II comprendió que había llegado el momento de hacerse con los recursos del Sáhara Occidental y recuperar parte de los territorios del Gran Marruecos. A decir verdad, la crisis del franquismo, las riquezas del subsuelo y las ansias nacionalistas fueron elementos cruciales que Rabat tuvo en cuenta, pero no fueron los únicos.

El Tribunal Internacional de Justicia de Naciones Unidas dictaminó en octubre de 1975 que Marruecos no podía reclamar la soberanía del Sáhara Occidental, a pesar de sus vínculos históricos y jurídicos. Madrid había preparado durante el año anterior un estatuto que iba a permitir celebrar un referéndum de autodeterminación. Hassan II olió el peligro y precipitó los acontecimientos a su favor, de tal modo que, el 20 de noviembre, Franco moriría sin sancionar el estatuto, y la soberanía se transferiría, de hecho, a Marruecos y Mauritania.

Dos semanas antes de fallecer el dictador, Rabat puso en escena la Marcha Verde, un envío de decenas de miles de marroquíes a su frontera con el Sáhara Occidental reclamando la soberanía de aquel territorio. La marcha cumplió su función. El régimen intentó presentarla en España como un movimiento civil espontáneo de civiles marroquíes que solo deseaban cruzar la frontera para demostrar públicamente la simpatía y los vínculos culturales e históricos que los unían con sus amigos saharauis.

La realidad, por supuesto, era muy distinta: había sido alentada por el rey Hassan II para poner contra las cuerdas a Madrid, venía acompañada por miles de soldados, y los militares españoles habían reaccionado inicialmente desplegándose para defender una frontera que habían salpicado previamente de minas. Según cables diplomáticos revelados por Wikileaks, para descartar una confrontación militar que el régimen consideraba una tragedia, se negoció secretamente una “salida airosa” para España con la marcha como coartada.

La censura se empleó a fondo para evitar la humillación de las imágenes de la evacuación de los civiles y los militares españoles de la zona y el abandono de inversiones que habían costado miles de millones de pesetas. El 14 de noviembre, ocho días después del estallido de la Marcha Verde, el régimen de Franco firmaba los llamados Acuerdos de Madrid, que establecían una administración tripartita del Sáhara Occidental entre Marruecos, España y Mauritania.

Era otra cortina de humo, porque dejaban a la lucha entre Rabat y Nuakchot, que se saldó con la victoria militar de la primera en 1979, el dominio del territorio. Tras la derrota mauritana, la guerra se convirtió en una confrontación directa entre los saharauis y las fuerzas de Hassan II, que no terminaría hasta el alto el fuego de 1991. Murieron miles de personas, y decenas de miles fueron desplazadas o tuvieron que huir como refugiados.

Choque de planes

Esto define la trágica realidad de un pueblo sometido a los vaivenes de estados vecinos demasiado poderosos, que sufrió torturas en las comisarías y una guerra en la que el nuevo ocupante no vaciló en emplear agentes químicos. Sin embargo, como recuerda José Luis Rodríguez Jiménez, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Rey Juan Carlos y autor de Agonía, traición, huida: el final del Sahara español, los saharauis no fueron víctimas pasivas de aquellos conflictos.

Por ejemplo, si bien el régimen franquista había prometido que los ayudaría en el camino hacia la independencia, los saharauis residentes en España no dudaban en organizar reuniones y contactos con miembros de la extrema izquierda que preocupaban enormemente a las fuerzas de seguridad españolas. Tampoco dudaban en cometer atentados terroristas con bombas en el Sáhara Occidental, aunque su autoría pudo corresponder en muchas ocasiones a Marruecos.

No debe olvidarse, igualmente, que buena parte del gobierno provisional saharaui se encontraba refugiado en Argelia, país con el que los saharauis simpatizaban claramente, que pertenecía a la órbita de la Unión Soviética y que esperaban que les sirviese como modelo político a grandes rasgos. En sus planes, los saharauis anteponían el autoritarismo a la democracia y el socialismo al capitalismo, y no querían renunciar a fundar un estado islámico cuando por fin se independizasen, reemplazando las leyes españolas por la sharía.

España tuvo una turbia y esquizofrénica relación con el gobierno provisional en Argelia y con el Frente Polisario, el movimiento político-militar que se proclamó representante de los saharauis desde su nacimiento en la década de los sesenta. El Polisario quería azuzar a Argelia y Libia contra Marruecos, sí, pero también contra cualquier dominio extranjero de su territorio. Eso incluía a nuestro país, a pesar de sus promesas de independencia, promesas que simultaneaba, irónicamente, con la represión policial contra los independentistas.

El régimen franquista decidiría el cuándo y el cómo, y castigaría, torturaría y haría desaparecer a quienes intentasen anticipar o retrasar su voluntad. Esa era la idea. Pero Madrid sabía que tendría que retirarse en algún momento, dejando en lo posible un estado cliente y leal a sus intereses, que le ofreciera gentilmente su voto en la Asamblea General de Naciones Unidas.

Quizá por eso, en los últimos dos años de ocupación, cuando todo parecía crecientemente perdido, Franco llegó a ordenar a los militares sobre el terreno que integrasen a los líderes de la población local en las instituciones de gobierno, y creó y financió un partido político saharaui que defendiese los objetivos de la metrópoli.

Porqués del abandono

Otro elemento sobre el que Rodríguez Jiménez arroja luz son los motivos que provocaron la división interna del régimen franquista en su política respecto a la colonia, así como su decisión de abandonarla. Uno de singular importancia fue “la presión de Rabat, que consistía sobre todo en generar tensión en torno a Ceuta y Melilla, mantener agentes infiltrados en el Sáhara Occidental, alentar atentados con bombas en la región, cuya autoría no se podía confirmar, y vertebrar y financiar el lobby promarroquí que integraban aquellos ciudadanos y empresas españolas que se beneficiaban económicamente de las buenas relaciones diplomáticas con el vecino del sur”.

En este contexto, Madrid no solo no podía contar con la prosoviética Argelia para contrapesar a Rabat, sino que a principios de los setenta comprendió que tampoco podía contar con Mauritania. Nuakchot había dado la espalda a sus amigos saharauis ante la perspectiva de hacerse con un pedazo de su territorio. Mientras eso ocurría, las familias del régimen se enfrentaban para imponer al sucesor del dictador moribundo.

El presidente del gobierno desde finales de 1973, Carlos Arias Navarro, apenas heredó ministros del ejecutivo de su antecesor, Luis Carrero Blanco (asesinado por ETA). Eso era algo insólito, y un auténtico desafío, porque el franquismo consistía en una unión entre familias y sensibilidades, y el nuevo gobierno no respetaba el tradicional reparto de poder que había existido entre ellas. Para añadir más ruido a esa furia, muchos militares llevaban algún tiempo crecientemente irritados con un régimen que creían en vías de debilitarse.

Vínculos con saharauis

Esa división en el corazón de las instituciones del Estado provocó que los oficiales de El Aaiún o Villa Cisneros recibieran muchas veces en 1975, y en el mismo día, órdenes contradictorias del Ministerio de Asuntos Exteriores y de los ministerios del Ejército, del Aire y de Marina, todos ellos liderados por unos militares que Arias Navarro sí había tenido que heredar del ejecutivo de Carrero Blanco. A esas alturas, los mandos sobre el terreno ya sospechaban que todo estaba perdido.

De todos modos, no debe verse en las intenciones de los militares solo una especie de reacción ante el orgullo nacional herido, la desconfianza en el presidente del gobierno o las sospechas que despertaba en ellos Marruecos. Rodríguez Jiménez recuerda que “muchos soldados se enfrentaron a gritos con sus oficiales poco antes de la retirada española”, y que “el príncipe Juan Carlos tuvo que presentarse allí en noviembre de 1975 para exigir unidad y poner orden”.

Por cariño y simpatía hacia la población civil, cuando comenzaron a evacuar a los suyos, algunos militares –siempre a título personal– dejaron “olvidados” pequeños arsenales de armas en los cuarteles, permitieron ciertas filtraciones en los barrios islámicos que mantenían teóricamente sellados (para refrenar ataques de activistas) e incluso alejaron de las zonas más conflictivas –montándolos en sus camiones y motocicletas– a los autóctonos que se habían ganado su afecto.

Los que no disponían de valedores españoles tenían que resignarse a ver cómo se daban la vez las tropas de la potencia colonial y las marroquíes, y cómo algunos de sus activistas políticos eran torturados cruelmente en las comisarías que los súbditos de Hassan II iban ocupando poco a poco.

Esa imagen ha contribuido a que se imponga una narrativa que dibuja a los saharauis como sujetos inactivos, a los estados regionales como movidos solo por el hambre de riquezas y a España como una potencia que exprimió el Sáhara Occidental antes de traicionar a los saharauis dejando que Marruecos y Mauritania se repartieran su patria. La leyenda reduce a la población local a mero instrumento de la geopolítica y olvida la forma en la que esos mismos vientos geopolíticos azotaron y condicionaron a todos los actores.

El factor Guerra Fría

El principal viento, un auténtico huracán, lo representaban los intereses de Estados Unidos, que no estaba dispuesto a aceptar que estallase un enfrentamiento abierto entre Marruecos y España, porque tenía suficientes problemas en el Mediterráneo con el eco de la guerra del Yom Kippur, la confrontación militar entre Atenas y Ankara por Chipre y la aproximación de Grecia y Portugal a Moscú tras la caída de sus respectivos regímenes militares. El Pentágono llegó a enviar navíos de guerra a las Azores para que Lisboa comprendiese que estaba jugando con fuego.

Por otro lado, Washington favorecía con claridad que, si Madrid se retiraba del Sáhara Occidental, Rabat ocupase el territorio, pues no quería que de ninguna manera acabase beneficiando a la prosoviética Argelia, que ansiaba una salida al Atlántico.

Las ambiciones de Rabat también eran vistas con buenos ojos por Francia, su antigua metrópolis. Dicho de otra forma, dos de los miembros del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, la organización que iba a velar por que el Sáhara Occidental celebrase su referéndum de autodeterminación, apoyaban su anexión por parte de Marruecos. España se convertía por momentos en un peón más del tablero mundial de la Guerra Fría.

Pero este no puede ser el mapa completo. De hecho, Rodríguez Jiménez sospecha que al puzle le faltan piezas. Lo dice tras consultar exhaustivamente los papeles privados de numerosos militares y médicos destacados en la excolonia española, hablar con muchos de ellos y rastrear documentos cruciales que nunca habían aflorado y que se encontraban en lugares como el archivo privado de Carlos Arias Navarro.

“Parece mentira, pero la ley de Secretos Oficiales de 1968 sigue en vigor –advierte el historiador–, y creo que h ay muchas cosas que no sabemos, por ejemplo, de las negociaciones entre Marruecos y España”. ¿Qué nos ocultan? ¿Qué nos ocultamos a nosotros mismos?

Este artículo se publicó en el número 572 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

(Fuente: La Vanguardia-2019/11/06)